Solín: 20 años después
Primera Parte
Primera Parte
El sol del desierto ardía con una intensidad familiar mientras los vientos del Sinaí alzaban columnas de polvo en el horizonte. De pie, sobre una duna solitaria, un hombre de treinta y tantos años observaba el paisaje con mirada serena y profunda. Su túnica blanca ondeaba al viento, y en su cuello colgaba un amuleto de oro con la figura de un escarabajo: el símbolo de su maestro, Kalimán.
Era Solín.
Veinte años habían pasado desde la última vez que vio a su maestro desaparecer entre las sombras de un templo perdido. Desde entonces, el joven discípulo había recorrido el mundo, buscando respuestas, ayudando a los necesitados y enfrentando su propio destino. Ya no era el niño que aprendía sobre el dominio de la mente, el autocontrol y la justicia. Ahora era un hombre forjado por la experiencia, el dolor y la sabiduría.
Solín se convirtió en leyenda silenciosa. En los pueblos de Egipto lo llamaban "el sabio errante", en la India, "el discípulo sin maestro", y en Sudamérica, "el portador de la calma". No buscaba fama, ni venganza, sólo equilibrio.
Pero aquella mañana, algo había cambiado.
El amuleto en su cuello comenzó a calentarse, vibrando con una energía que no sentía desde hacía dos décadas. Era una señal. Kalimán lo llamaba.
—Entonces no estás muerto… —susurró Solín, con una mezcla de alivio y temor.
Supo que debía regresar al lugar donde todo comenzó: el templo de Amón-Ra, oculto en las montañas del Tíbet. Un lugar donde la mente se enfrenta a sí misma y los secretos del universo son susurrados por voces milenarias.
Mientras emprendía su viaje, Solín recordó las palabras que Kalimán le dijo una vez, cuando aún era un niño:
“El verdadero poder no está en la fuerza, sino en el dominio de ti mismo. Cuando me necesites, no me busques afuera. Búscame dentro.”
Pero algo le decía que esta vez… Kalimán sí estaría allí.
Capítulo 1: El Llamado del Amuleto
El desierto estaba en silencio. Solo el viento murmuraba antiguas plegarias entre las dunas, como si recordara batallas olvidadas y voces que el tiempo se llevó. Solín cabalgaba lentamente sobre un viejo camello, acompañado únicamente por sus pensamientos.
La quietud fue interrumpida por un leve resplandor dorado. El amuleto en su pecho, regalo de Kalimán cuando se despidieron veinte años atrás, comenzó a emitir un calor familiar. No ardía, pero era intenso. Vibraba como si algo —o alguien— tratara de comunicarse con él.
Solín detuvo su montura. Cerró los ojos. Respiró profundamente.
Una visión se formó en su mente. Un templo en ruinas. Una sombra con ojos blancos, brillando en la oscuridad. Una voz profunda y serena dijo:
—Es hora, Solín. El equilibrio se ha roto.
Abrió los ojos con rapidez. El mensaje era claro: Kalimán aún vivía… o al menos, algo de él seguía existiendo. Y si el equilibrio estaba roto, significaba que una gran amenaza se acercaba. Una que quizás superara todo lo que enfrentaron juntos en el pasado.
Sin demora, Solín giró su camello hacia el norte. Debía llegar a Alejandría y tomar un barco al oriente. El Tíbet lo esperaba. Pero esta vez, él no era un aprendiz. Era el guardián del legado.
Y sabía que, si Kalimán lo llamaba, el mundo estaba en peligro.
Capítulo 2: Sombras en Alejandría
El puerto de Alejandría hervía de vida. Barcos mercantes iban y venían, cargados de especias, telas y secretos. Pero entre el bullicio de los comerciantes y marineros, una figura avanzaba con paso firme, envuelta en una túnica de lino y con mirada de halcón: Solín.
Había llegado la noche anterior, siguiendo la pista de un antiguo mapa tibetano que obtuvo de un monje en Luxor. El mapa hablaba de un “camino oculto” que conectaba los templos subterráneos del norte de África con los pasajes secretos del Himalaya. Pero lo que le intrigaba no era la geografía, sino una palabra grabada en uno de sus márgenes:
“Sabbah.”
Ese nombre le resultaba familiar. Años atrás, Kalimán le habló de una secta extinta de asesinos psíquicos que alguna vez intentaron manipular el equilibrio mental del mundo. Se creían dioses. Fueron erradicados… o eso creían.
Mientras cruzaba el mercado hacia el puerto, Solín sintió algo. Una presencia. Se detuvo. No por miedo, sino por instinto.
—Te entrenaron bien… —dijo una voz desde las sombras de un callejón.
Un hombre de cabello plateado y ojos color mercurio emergió lentamente. Vestía de negro, con una espada curva colgando a su costado. Su aura no era maligna, pero sí intensa.
—¿Quién eres? —preguntó Solín, sin moverse.
—Me llaman Rashid. Fui discípulo de Kalimán, antes que tú.
Solín lo miró fijamente. No conocía a ese hombre. Kalimán nunca habló de otro discípulo.
—Entonces, ¿por qué no estuviste cuando lo enfrentamos todo?
Rashid sonrió con melancolía.
—Porque fracasé.
Un silencio cayó entre ambos.
—Ahora, el Sabbah ha regresado. Y no buscan solo poder. Buscan a Kalimán… o lo que queda de él.
Solín sintió cómo el peso de la verdad caía sobre sus hombros. Todo indicaba que su viaje no sería sólo un reencuentro… sino una guerra por el alma misma de su maestro.
Capítulo 3: Heridas del Pasado
Los dos hombres se miraron en silencio. El bullicio del puerto seguía, ajeno a la tensión que crecía entre ellos. Solín dio un paso al frente, sin apartar la vista de Rashid.
—Kaliman jamás habló de ti. ¿Por qué?
Rashid bajó ligeramente la cabeza. Su voz se volvió más dura.
—Porque fui su error.
El tono encendió la chispa en el corazón de Solín. Desconfianza, rabia y un extraño dolor afloraron sin aviso.
—¿Fuiste su error o lo traicionaste?
Rashid levantó la mirada. Sus ojos brillaban con una mezcla de orgullo y culpa.
—Yo creí que podía superarlo. Que el dominio de la mente era un medio para alcanzar el poder absoluto. Me alejé de él… y me acerqué al Sabbah.
Solín retrocedió un paso, con la mano cerca del cinturón donde guardaba una daga ceremonial. Cada palabra de Rashid parecía un golpe a los recuerdos que guardaba con tanto respeto.
—Entonces eres uno de ellos —dijo con frialdad—. No eres mi aliado. Eres parte del enemigo.
Rashid no se inmutó.
—Lo fui. Pero aprendí que el precio del ego es la soledad… y la muerte. El Sabbah me destruyó tanto como me entrenó. Y cuando volví a buscar a Kalimán, él ya se había desvanecido. Como el humo… como la esperanza.
De pronto, un chillido rasgó el aire. Tres figuras encapuchadas aparecieron en el callejón, deslizándose entre sombras. Solín y Rashid apenas tuvieron tiempo de esquivar los cuchillos que volaban como fantasmas de acero.
—¡Asesinos mentales! —gruñó Rashid, desenvainando su espada curva.
Solín sacó su daga y se cubrió los ojos justo a tiempo para bloquear un destello psíquico. Había entrenado para esto. Kalimán le enseñó a proteger la mente tanto como el cuerpo. Lucharon codo a codo, sin palabras, como si el conflicto los hubiera conectado.
Uno a uno, los atacantes fueron cayendo. El último huyó, dejando una advertencia grabada en el muro con fuego azul:
“El Vidente los espera. Ninguno escapará del Juicio de la Mente.”
Cuando el silencio volvió, ambos hombres respiraban agitadamente. Solín limpió su daga, sin mirar a Rashid.
—No confío en ti… pero necesitaremos luchar juntos si queremos sobrevivir.
Rashid asintió.
—El camino al Tíbet es más oscuro de lo que imaginas. Y no podrás recorrerlo solo.
Capítulo 4: El Susurro de Damasco
El tren cruzaba la frontera siria cuando el sol comenzaba a caer detrás de las montañas. A través de la ventana del compartimento, Solín observaba el paisaje árido que se teñía de naranja y púrpura. A su lado, Rashid permanecía en silencio, con los ojos cerrados, meditando.
Se dirigían a Damasco, una ciudad donde, según los viejos escritos de Kalimán, se encontraba un archivo oculto: la Biblioteca de la Medianoche. Un lugar prohibido, sellado desde hace siglos, donde los fragmentos de conocimiento perdido eran protegidos por una orden de sabios mudos.
Pero no iban por libros. Iban por un nombre: El Vidente.
—Cuando caí en desgracia —dijo Rashid, rompiendo el silencio— oí ese nombre en los susurros del Sabbah. “El Vidente traerá la era del sueño sin retorno”, decían. Nunca supe si era un hombre, una idea o una entidad psíquica.
Solín respondió sin girarse:
—Kaliman me habló una vez de una mente tan poderosa que podía entrar en los sueños ajenos… y torcer su voluntad desde dentro. Creí que era sólo una advertencia.
—Quizá lo era —dijo Rashid con un tono más grave—. O quizá era una profecía.
Horas después, ya en los callejones laberínticos de Damasco, llegaron a una tienda de alfombras aparentemente común. El dueño, un anciano ciego, los condujo sin palabras hasta una puerta oculta tras una cortina de seda roja. Bajaron por una escalera espiral esculpida en piedra hasta que llegaron a una cámara subterránea.
Allí, en el centro, había una sola cosa: un espejo antiguo, rodeado de símbolos tallados en lenguas ya olvidadas. En su base, una inscripción en árabe clásico decía:
“La mente que se mira a sí misma, despierta al Vidente.”
—¿Qué es esto? —preguntó Solín, acercándose.
Rashid no respondió. El espejo comenzó a brillar débilmente. Solín se miró… y por un segundo, no vio su reflejo.
Vio a Kalimán.
Pero no como lo recordaba. Su rostro estaba cubierto por una máscara de sombras, y sus ojos, antes serenos, ahora eran dos pozos de vacío. Luego, la imagen cambió: un desierto oscuro, un trono de piedra… y una figura encapuchada observándolo.
Entonces, una voz —dentro de su mente— habló:
“Solín… ya no soy quien fuiste. Ven… despiértame, si te atreves.”
El espejo se apagó. Solín cayó de rodillas, jadeando. Rashid lo sostuvo.
—¿Qué viste?
Solín lo miró, pálido.
—No al Vidente. Vi a Kalimán… y no estaba dormido. Estaba poseído.
Capítulo 5: El Eco del Maestro
La cámara quedó en penumbras tras la visión. El espejo se volvió opaco como piedra. El silencio pesaba como plomo.
Solín se sentó en el suelo, aún temblando. El rostro de Kalimán, corrompido por sombras, no era una ilusión. Lo había sentido. Esa presencia oscura no era un recuerdo: era real. Viva. Dormida… pero consciente.
Rashid encendió una lámpara de aceite y se arrodilló frente a él.
—Debes contarme qué viste exactamente.
Solín asintió, tomando aire.
—Vi a Kalimán… pero no era él. Su mirada estaba vacía, como si algo lo hubiera expulsado de sí mismo. Luego vi al Vidente. No su rostro, sólo su forma… una figura encapuchada, sentada en un trono de arena negra.
Rashid bajó la mirada.
—Entonces es cierto. El Sabbah no solo busca liberar al Vidente… sino usar a Kalimán como su recipiente.
Solín frunció el ceño.
—¿Qué significa eso?
—Durante mi tiempo con la secta —explicó Rashid— oí hablar de un experimento prohibido. Querían crear un “Ancla del Mundo”, un cuerpo que pudiera albergar una conciencia superior. El Vidente es una entidad mental, no física. Una inteligencia que existe más allá del tiempo, capaz de vivir en los sueños de otros… o en sus cuerpos. Para encarnarse necesita un huésped perfecto: una mente pura, disciplinada, sin grietas. Kalimán era el candidato ideal.
Solín sintió una punzada de horror. Todo cobraba sentido: la desaparición repentina de su maestro, las señales confusas, el silencio prolongado.
—¿Estás diciendo que… Kalimán está siendo usado como recipiente para un ser ancestral?
—No. Aún no completamente. Pero está atrapado. Lo mantienen en una dimensión mental, entre el sueño y la vigilia. Y si el ritual se completa, Kalimán dejará de existir… y el Vidente caminará por este mundo con su cuerpo, su voz… y su poder.
Solín se levantó, con los puños apretados.
—Entonces debemos llegar al Tíbet. No solo para encontrarlo… sino para liberarlo antes de que sea demasiado tarde.
Rashid asintió, pero su mirada era sombría.
—Y si no podemos liberarlo… quizás debamos destruirlo.
Solín giró lentamente hacia él, su voz baja y decidida:
—No. Yo no lo mataría. Pero si llega ese momento… no me detendrás de salvarlo, cueste lo que cueste.
El silencio volvió entre ellos, no de enemistad, sino de respeto ante la tormenta que se avecinaba.
La ruta al Tíbet ya no era un viaje espiritual. Era una carrera contra el fin del equilibrio.
Capítulo 6: Emboscada en la Garganta del Silencio
El camino hacia el Tíbet era traicionero. No solo por el terreno escarpado, sino por las fuerzas invisibles que ya sabían que Solín y Rashid se acercaban. Atravesaban la Garganta del Silencio, una estrecha ruta montañosa entre rocas antiguas, donde ni el viento se atrevía a alzar la voz.
—Este paso fue usado por los antiguos monjes para cruzar al templo de los Himalayas sin ser detectados —dijo Rashid en voz baja, montando con cautela—. Pero también es donde el Sabbah ejecutaba a sus desertores.
Solín, montado a su lado, asintió sin responder. Su mente estaba alerta, su cuerpo tenso.
Fue entonces cuando lo sintió. Una presión súbita en el aire, como si la realidad se contrajera.
—¡Agáchate! —gritó Solín, arrojándose del caballo justo antes de que una explosión de energía psíquica sacudiera el desfiladero.
Desde los bordes de la garganta, figuras encapuchadas descendieron como sombras vivas. Sus ojos brillaban con luz púrpura. Algunos no tenían rostro… solo un vacío negro, un portal a otra dimensión.
—¡¡Ilusores!! —gritó Rashid, desenvainando su espada curva—. ¡No los mires directamente o invadirán tu mente!
Solín cerró los ojos y recordó las enseñanzas de su maestro:
“Cuando enfrentes a enemigos que dominen la ilusión, domina tu respiración. El control interno es la única defensa contra el caos externo.”
Con cada latido, su mente se volvió más clara. Entonces, activó su visión interna: un estado de concentración absoluta que Kalimán le enseñó años atrás.
Los enemigos eran muchos, pero no todos eran reales.
—¡Rashid! Los de la izquierda son proyecciones. Apunta al líder… al que tiene la máscara roja.
Rashid asintió y se lanzó al ataque. La batalla fue veloz, brutal, silenciosa. Las ilusiones gritaban sin voz al desvanecerse. Solín peleaba no con fuerza, sino con foco. Cada movimiento era una extensión de su pensamiento, cada esquiva una afirmación de su fe.
Cuando finalmente el líder cayó, la máscara roja se resquebrajó. Dentro no había un rostro… sino una niebla negra con forma de calavera. Antes de desaparecer, susurró:
“Ya estás dentro, Solín. No puedes salvar lo que ya fue reclamado.”
Luego, el cuerpo se disolvió en ceniza.
El desfiladero volvió al silencio.
Ambos quedaron de pie, cubiertos de polvo y sudor. Las rocas a su alrededor estaban marcadas por fuego psíquico.
—Esto fue una advertencia —dijo Rashid, jadeando—. El Vidente ya te ha sentido.
Solín respiró hondo, con el corazón firme:
—Que me sienta. Yo también lo estoy buscando.
Capítulo 7: El Guardián de la Nieve
Las montañas del Tíbet se alzaban como gigantes dormidos, sus cumbres cubiertas por nubes que parecían vigías ancestrales. El aire se volvía más delgado con cada paso, y la nieve crujía bajo las botas de Solín y Rashid mientras ascendían en silencio por un antiguo sendero monástico.
A lo lejos, una vieja estructura de piedra blanca y oro se recortaba contra el cielo: el Monasterio de Shambala Menor, un lugar que solo existía en mapas que no deberían haber sobrevivido.
—Ese templo fue destruido en la Guerra de las Llamas Mentales —dijo Rashid, con escepticismo—. No debería estar allí.
Solín lo miró con gravedad.
—Kaliman me trajo aquí cuando era niño. Dijeron que si alguna vez regresaba… no estaría solo.
Cuando cruzaron la entrada del templo, los recibieron con silencio. Las llamas de las antorchas eran azules. Las paredes estaban cubiertas de mantras tallados en oro. Y en el centro del salón principal, meditando en posición de loto, había una figura cubierta con una capa de yak, el rostro oculto.
—No es posible —murmuró Solín al acercarse.
La figura levantó lentamente la cabeza.
Era El Profesor Zaid al-Nur, antiguo sabio y aliado de Kaliman, desaparecido hace más de una década tras una expedición en el altiplano tibetano.
Sus ojos, aún penetrantes pese a los años, brillaban con un extraño fulgor.
—Solín… has crecido —dijo con una voz pausada, casi fantasmal.
—Creí que estabas muerto —respondió Solín, conmovido—. Kaliman nunca volvió a hablar de ti.
Zaid asintió lentamente.
—Porque fracasé. Fui enviado a encontrar al Vidente antes de que despertara. En cambio, lo encontré… y me atrapó en un bucle mental por nueve años. Solo escapé gracias a un eco: la mente de Kaliman… aún resistiendo desde dentro.
Rashid dio un paso adelante.
—¿Estás diciendo que Kaliman está luchando contra el Vidente… desde su propia mente?
Zaid asintió.
—Sí. Pero su voluntad se debilita. El cuerpo de Kaliman yace sellado en el Templo del Vacío Interior, en el corazón del Himalaya. El Sabbah intenta completar la fusión. Si llegan a tiempo, podrán impedirlo. Pero solo si entran al plano mental donde el Vidente gobierna.
Solín respiró hondo.
—¿Y cómo se entra a ese plano?
Zaid se levantó, apoyándose en un bastón de madera negra.
—Dormir… y vencer al Vidente en su propio sueño.
Solín comprendió entonces que la batalla que se aproximaba no sería solo física ni espiritual. Sería mental… y absoluta.
Capítulo 8: El Templo del Vacío Interior
Las coordenadas eran vagas. Ni los mapas ni los monjes del monasterio sabían la ubicación exacta del Templo del Vacío Interior, pero Zaid entregó algo más valioso que un mapa: una campana de bronce, sin badajo, y una advertencia.
—El templo no puede ser encontrado. Solo aparece ante aquellos dispuestos a mirarse por completo… y no huir.
Solín y Rashid descendieron por un sendero oculto entre los glaciares, donde el viento soplaba en espirales que parecían palabras antiguas. El frío mordía los huesos. El silencio era absoluto.
A medida que avanzaban, la realidad comenzaba a distorsionarse. La nieve se tornaba más densa, los colores del paisaje más apagados. Y entonces, apareció.
Una estructura esculpida directamente en la montaña, sin entrada visible, sin ventanas. Solo una gran puerta circular tallada en piedra negra, sin bisagras, sin manija. En el centro: una hendidura del tamaño exacto de la campana.
Solín la colocó… y la puerta se abrió con un susurro que parecía respirar.
Dentro, el aire era cálido, como si el tiempo no existiera. Una gran sala sin techo se extendía ante ellos, bordeada por pilares flotantes. Al fondo, tres figuras esperaban. No eran enemigos. No eran humanos.
—¿Quiénes son? —susurró Rashid, poniéndose en guardia.
Una de las figuras habló con una voz dual, masculina y femenina a la vez.
—Somos los Guardianes del Umbral. No somos aliados ni adversarios. Solo somos el juicio.
La segunda figura levantó la mano, señalando a Rashid.
—Tú, el discípulo que se desvió, enfrentarás el Espejo del Error.
Y con un destello, Rashid desapareció.
La tercera figura miró a Solín.
—Tú, el heredero de Kalimán, enfrentarás el Camino del Silencio. Ninguna palabra te salvará. Ningún recuerdo te sostendrá. Solo quedará… tu verdadero yo.
Solín también fue envuelto por la luz.
Despertó en un paisaje desolado, gris, sin cielo. Caminaba solo por un sendero de piedra flotante, sin fin visible. En cada paso, voces del pasado lo llamaban: la risa de su niñez, los gritos de batalla, las palabras de Kalimán:
“Dominio de uno mismo. Esa es la verdadera fuerza.”
Pero entonces apareció otro Solín, idéntico, pero con una sonrisa cruel.
—¿Cuánto de ti es convicción… y cuánto es miedo de decepcionarlo? —preguntó su doble.
Solín cerró los ojos. No respondió. Solo respiró.
Aceptar la duda… y seguir adelante. Eso es fe.
Y entonces, su reflejo se disolvió como niebla, dejando tras de sí una puerta.
Del otro lado, Solín y Rashid despertaron… en una cámara circular iluminada por fuego blanco.
Frente a ellos, un cuerpo en posición de loto flotaba en el aire, cubierto por un manto dorado.
El cuerpo de Kalimán.
Pero no estaba solo.
A su alrededor, cinco monjes del Sabbah levitaban en círculo, los ojos en blanco, entonando una letanía en una lengua muerta. Un ritual… ya iniciado.
—Estamos a tiempo —dijo Rashid, con voz tensa—. Pero apenas.
Solín asintió, con la mirada fija en su maestro. Lo que venía… no era solo el rescate de un cuerpo.
Era el rescate de una mente atrapada entre mundos.
Capítulo 9: El Ritual del Despertar
El corazón de Solín latía como un tambor de guerra mientras observaba a los cinco monjes del Sabbah flotando en círculo. Kalimán, suspendido en el centro, parecía dormido… o quizás prisionero en un sueño sin retorno.
Las voces guturales de los monjes llenaban la cámara. El aire vibraba con una energía invisible. El suelo mismo temblaba.
—El ritual está cerca del clímax —susurró Rashid—. Si completan el Cántico del Umbral… su mente quedará atrapada para siempre.
Solín asintió y se puso en posición. Recordó las enseñanzas más peligrosas de Kalimán: no todo combate es físico, pero a veces, la violencia es el único lenguaje que el mal entiende.
—Ataquemos —dijo, con calma feroz.
Ambos se lanzaron hacia el círculo. Rashid fue el primero en interceptar a un monje: lo golpeó con una esfera de energía canalizada desde su centro vital. El impacto quebró el cántico, y el cuerpo del monje cayó como piedra.
Pero el equilibrio se alteró.
Los cuatro restantes se abrieron como pétalos de una flor oscura, y de sus bocas salieron gritos mentales, proyectados directamente al sistema nervioso. Solín cayó de rodillas, sangrando por la nariz. Rashid gritó y se cubrió los oídos, inútilmente.
De pronto, una imagen fue proyectada en la mente de Solín: Kalimán, encadenado, rodeado por un océano negro… gritando en silencio.
“No interrumpas… o ambos caeremos”, decía la voz del Vidente, mezclada con la de Kalimán.
—¡Es una trampa! —jadeó Solín—. El ritual no solo lo encierra… lo alimenta.
Uno de los monjes se lanzó hacia él, levitando con las manos encendidas en fuego psíquico. Solín, con un movimiento rápido, trazó en el aire el símbolo del Mandala de Vacío, técnica avanzada de neutralización de energía.
El fuego se apagó. El monje gritó y se desintegró.
Rashid, mientras tanto, invocó su daga espiritual, reliquia del Sabbah que había robado años atrás. Con ella, atravesó el corazón de otro monje… que al morir, susurró:
—El Vidente ya despertó…
Los dos monjes restantes unieron sus fuerzas. Sus ojos se volvieron completamente negros. El aire fue absorbido hacia ellos, formando un vórtice.
Solín y Rashid se tomaron de las muñecas. Sin hablar, sincronizaron su energía. Kalimán les había enseñado esta técnica cuando eran apenas un niño y un joven discípulo.
“Dos almas afines pueden unir su energía si su intención es pura.”
Un anillo de luz brotó de sus cuerpos. La energía de los monjes rebotó como ola contra roca. En un último ataque coordinado, Solín proyectó su voluntad como una lanza invisible. Rashid usó su daga para romper el último sello del ritual.
Con un rugido silencioso, los monjes fueron expulsados de la dimensión… y el cuerpo de Kalimán cayó suavemente al suelo.
Pero no despertó.
—¿Por qué no abre los ojos? —preguntó Rashid, con la respiración agitada.
Solín se arrodilló junto a su maestro. Acarició su frente.
—Porque aún está atrapado… en el interior de su mente. Y el Vidente está con él.
Se volvió hacia Rashid.
—Es hora.
Ambos se sentaron en posición de loto, uno a cada lado del cuerpo de Kalimán.
—¿Preparado para soñar despierto? —preguntó Rashid.
Solín cerró los ojos.
—No. Pero lo haré igual.
Y juntos… entraron al sueño donde el Vidente los esperaba.
Capítulo 10: El Laberinto del Alma
La conciencia de Solín se disolvió como tinta en el agua.
No hubo luz al principio. Solo un vértigo abismal, como caer sin cuerpo. Luego, aparecieron los sonidos: un zumbido de mil voces al unísono, como si todos los pensamientos de Kalimán —pasados, presentes y futuros— se apretujaran en un mismo lugar.
Entonces, el mundo se formó… fragmentado.
Solín despertó en un desierto hecho de páginas de libros. Cada grano de arena era una palabra. En el cielo flotaban relojes sin manecillas. A lo lejos, un tren sin rieles cruzaba el aire, arrastrando vagones donde las ventanas mostraban recuerdos.
—¿Dónde…? —balbuceó.
Una voz lo interrumpió desde una duna.
—Tarde o temprano llegarías, discípulo.
Era Kalimán… pero no completamente. Llevaba su túnica blanca, pero sus ojos eran espejos. Y en su espalda… crecía una sombra con forma de serpiente.
—¿Maestro?
—¿Quién puede ser maestro… si ya no sabe quién es? —dijo la figura, antes de dividirse en dos: Kalimán y su doble oscuro, que se alejó riendo en dirección al horizonte.
Solín intentó seguirlo, pero cada paso lo transportaba a otro escenario:
Una sala de espejos donde veía versiones de sí mismo fracasando.
Un cuarto de niños, donde un pequeño Solín lloraba, solo, olvidado.
Un campo de batalla con cadáveres cubiertos por el símbolo de Kalimán en sus pechos.
Todo era una prueba. Todo era mente.
De pronto, la voz de Rashid lo alcanzó como un eco:
—¡Solín! Estoy atrapado en el Salón de las Mentiras. Este lugar… se alimenta de culpa.
Solín cerró los ojos. Respiró. Recordó el camino enseñado:
Cuerpo firme. Mente clara. Espíritu en calma.
Y entonces vio el hilo.
Una línea dorada, apenas visible, uniendo los recuerdos dispersos como cuentas de un collar. Lo siguió, atravesando tormentas de fuego mental, ruinas que lloraban y rostros sin nombre. Hasta llegar a una grieta en el suelo.
Desde allí brotaba una luz negra.
Saltó sin pensar.
Y despertó… en el núcleo.
Una cámara blanca, sin suelo, sin techo. Flotando en el centro, encadenado a un sol invertido, estaba Kalimán verdadero, su rostro envejecido, su mirada consciente pero exhausta.
Frente a él… una figura envuelta en una capa de humo, sin rostro, sin forma fija. A veces parecía Kalimán, otras Solín, otras una masa de ojos.
El Vidente.
—Has venido, niño. Pero no para salvarlo.
La voz del Vidente era la suma de muchas. Sonaba como padre, enemigo, eco de pesadillas.
—Has venido… para reemplazarlo.
Solín dio un paso al frente, sin miedo.
—He venido… para despertar.
Capítulo 11: Lo que aún nos une
Solín avanzó con paso firme hacia el núcleo blanco donde Kalimán yacía suspendido, encadenado a la luz invertida. Las cadenas no eran de hierro ni de energía. Eran de recuerdos, de dudas. Estaban hechas de todo lo que Kalimán no había dicho, de todo lo que había callado durante años.
El Vidente no se interpuso. Flotaba alrededor, mutando constantemente. Un rostro, una figura, un padre, una muerte. Observaba… como si esperara el fracaso.
—Maestro… —dijo Solín, deteniéndose a unos metros de él—. Kalimán. Escúchame.
El rostro de Kalimán no reaccionó. Sus ojos abiertos parecían mirar más allá del tiempo. La voz de Solín tembló, no por miedo… sino por todo lo no dicho.
—Me entrenaste para no temer… para dominar mis emociones, para callar el ego. Pero a veces… confundí eso con no sentir. Y tú también lo hiciste. ¿No es así?
Un parpadeo. Un mínimo temblor en el aire.
Solín se arrodilló bajo su maestro. Sus palabras ya no eran solo para Kalimán. También eran para sí mismo.
—Te seguí porque creía que sabías todas las respuestas. Pero nunca te pedí que fueras invencible. Solo que estuvieras ahí. Como cuando tenía miedo por las noches, y tú me decías que “el silencio también protege”.
Una lágrima recorrió la mejilla de Kalimán.
El Vidente siseó.
—Palabras inútiles. ¿Qué puede liberar a alguien que no desea liberarse?
Pero Solín no le hizo caso.
—Maestro… no te pido que luches. Ya has peleado demasiado. Te pido que recuerdes… quién eres.
Y entonces, Solín puso su mano en el pecho de Kalimán.
La cadena más cercana estalló en una lluvia de luz.
Kalimán respiró hondo. Sus ojos enfocaron. Y por primera vez en años, su voz salió… débil pero clara.
—Solín… ¿eres tú?
Solín sonrió con lágrimas en los ojos.
—Siempre lo fui.
Pero la victoria fue efímera.
El Vidente chilló como un cristal al romperse, y su forma se condensó en algo más sólido: una figura oscura con capa, ojos de obsidiana y voz grave.
—¡Basta! Ya no hay más salvación. Si Kalimán vuelve… ¡yo dejo de existir!
Y con un gesto, separó a ambos, arrojando a Solín contra un muro invisible.
—No lo entiendes, niño —dijo con furia contenida—. Yo soy el peso que él nunca enfrentó. Yo soy sus secretos. Yo soy… la parte que él negó para ser "perfecto".
Se volvió hacia Kalimán.
—Y tú me creaste.
Kalimán, aún débil, bajó la mirada. Su voz fue un susurro:
—Lo sé.
El Vidente sonrió. Por primera vez, parecía casi humano.
—Entonces dímelo, Kalimán. Dime que me necesitas.
Kalimán miró a Solín… y luego al Vidente.
—No.
El Vidente tembló.
—Dime… que sin mí… eres incompleto.
Kalimán cerró los ojos.
—Sin ti… soy verdadero.
Y con esas palabras, una grieta se abrió en el centro de la dimensión mental.
El suelo se partió.
El núcleo estaba colapsando.
El Vidente gritó. Su cuerpo comenzó a fracturarse en mil versiones deformadas.
Solín corrió hacia Kalimán, y esta vez fue el maestro quien extendió la mano.
—Ven, Solín. Debemos irnos. Juntos.
El mundo mental comenzó a colapsar a su alrededor como un cristal que se derrumba desde adentro.
Y así, maestro y discípulo saltaron hacia la grieta… dejando atrás al Vidente, que no pudo sostenerse más allá del autoengaño que lo había creado.
Capítulo 12: Lo que sobrevive al silencio
El viento frío de la montaña volvió a tocar sus rostros. El Templo del Vacío Interior ya no era más que piedra inerte. El ritual había cesado. Las figuras del Sabbah habían desaparecido como humo que nunca fue real del todo.
Y Kalimán… respiraba.
Despertó con la misma serenidad con la que había vivido, pero con los ojos distintos. No eran más sabios —eso ya lo eran—, sino más humanos.
Rashid encendió un fuego al borde del risco, donde la vista era tan vasta que parecía no tener fin. Las nubes estaban abajo. El cielo, por primera vez en semanas, estaba despejado.
Nadie habló durante largo rato.
Kalimán, cubierto con una túnica de viaje sencilla, observaba el horizonte. No meditaba. No instruía. Solo… estaba.
Solín rompió el silencio.
—Creí que jamás volverías. Que te habíamos perdido.
Kalimán no lo miró al principio. Solo dijo:
—Tal vez… lo estuve. Por un tiempo.
Rashid sonrió con sorna, afilando una ramita.
—¿Y cómo se siente ser rescatado por tus alumnos?
Kalimán respondió sin orgullo ni broma:
—Correcto.
Eso hizo reír a los tres, como si por un instante fueran simplemente hombres sentados frente al fuego.
Solín lo miró con gravedad.
—¿Quién era realmente el Vidente?
Kalimán asintió, como si hubiera esperado esa pregunta.
—Una parte de mí. Una que nació cuando comencé a ocultar mis dudas, cuando la imagen del héroe se volvió más importante que la verdad interior. El Vidente fue mi sombra. Y también mi guardián.
—¿Y ahora está muerto?
Kalimán negó suavemente.
—Nada muere del todo en la mente. Solo se transforma. El verdadero poder no está en destruir la oscuridad… sino en nombrarla y seguir adelante.
Solín bajó la mirada.
—¿Crees que yo pueda… algún día, ser como tú?
Kalimán lo miró por fin. Sonrió. Pero no como maestro. Como igual.
—No. Serás mejor.
La frase flotó en el aire como una promesa cumplida.
Rashid lanzó la ramita al fuego.
—Entonces, ¿qué sigue? Los del Sabbah no se quedarán quietos. Y ahora que tú volviste, Kalimán… el equilibrio del mundo cambiará.
Kalimán asintió lentamente.
—Vendrán pruebas más duras. No para mí. Para ustedes.
Solín levantó la mirada, sereno.
—Estamos listos.
Kalimán los observó a ambos. La semilla estaba plantada. El ciclo había cambiado.
Y por primera vez en muchos años… el héroe dejó de ser uno solo.
Continuara…
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