Los cielos estaban teñidos de rojo aquel atardecer. En las lejanas montañas del Tíbet, donde el viento sopla con la sabiduría de los siglos, una figura solitaria se sentaba en posición de loto. Kalimán, el hombre increíble, meditaba por última vez.
El tiempo no había dejado huella en su cuerpo. Su mente, aún clara como el cristal, percibía algo que los demás no podían: el final de su ciclo. No una derrota, no una tragedia, sino la conclusión de un destino elegido. Él lo sabía. Nadie lo había vencido; simplemente, su misión en la Tierra había terminado.
Solín, ya un hombre maduro y sabio, se acercó a su maestro con paso lento. En sus ojos había lágrimas, pero también aceptación.
—Maestro… ¿es cierto lo que dicen los vientos? ¿Que te irás?
Kalimán abrió los ojos. Eran como pozos de luz, profundos y serenos.
—Todo tiene un principio y un fin, Solín. Pero la justicia, la bondad y el conocimiento no mueren conmigo. Viven en ti… y en todos los que creen.
El discípulo quiso decir algo más, pero el silencio se hizo sagrado.
Entonces el cielo rugió.
Un temblor recorrió la tierra, y una luz blanca descendió del firmamento como una columna divina. Kalimán se puso de pie, sin temor, con la misma elegancia que en sus mejores batallas. Caminó hacia la luz, mientras su túnica ondeaba como bandera de paz eterna.
Y antes de desaparecer, se volvió una última vez hacia Solín.
—Recuerda: "El que domina la mente, lo domina todo."
Una sonrisa. Un destello.
Y luego, el vacío.
Pero esa noche, en cada rincón del mundo donde alguna vez sonó su nombre, se sintió un susurro en el viento. Kalimán no estaba muerto. Había trascendido.
Y quizás, algún día, cuando el mundo lo necesite de nuevo… regresará.
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